Leo de nuevo en castellano; quizás para verme arropado por las letras mamadas que ayudaron a construir mis mundos. Me encuentro con el libro de Josean Aparicio Tercero, "Exiliados en el paraiso", que me aproxima a las incertidumbres en las que vivo sumido, para saberme encordado en las mismas vías exploradas por tantos seres diferentes.
En la aventura de su vida, comparte el despertarse al ser auténtico, necesitado de la ayuda del otro; despojado de la soberbía ante el desamparo por la iluminada negligencia; para proclamar silencioso, la vuelta a la necesidad de ausencia de tantos ruidos, de tantos papeles repetidos que engorronan tu mente.
Navega el velero sin rumbo, obcecado en superar cada ola gigante, persistente o traidora para creerse marinero hábil; cuando rememora en el pasajero de autobuses andinos, a rebosar, esas tardes en que te enseño a levantar la vista entre seres de olor a tierra (que acuden a trocar en mercados locales el fruto de su personal e intransferible esfuerzo), para contemplar la Osa Mayor, en la que ya olvidaste reposar el pálpito de una nueva morada nocturna.
Me esbozaba Josean, revivo en la lectura de su libro, el faro encontrado en la selva boliviana de un ser auténtico, Antonio García Barón. Luz guía, ya narrada por Manu Leguineche de un viajero con velas desplegadas a la sabiduría, que las arrió, para anclar en el inmenso corazón de la atiborrada selva, para charlar ya sólo con los corazones de los variopintos moradores. Allí sabio, jamás olvidó la necedad, ahora repetida, de seres ansiosos, excusados en doctrinas, esclavizadores expuestos en ópacos espejos que no cristales; allí, aquella tarde abierto al encuentro con la burbujeante naturaleza, no había olvidado la depravada misería del ser humano, cuando abandonada la solidaridad, se regodea en ser dueño de vidas, aunque también remen a su muerte. Allí, aún aislado, reconocía al alma de los pobres, atacada por la pordiosera riqueza de seres que se arrastran a la codicía.
Por ello, Josean, capitán del bajel, donde me subí como grumete, pulo los suelos para encontrarme presto al servicio de las sístoles de mi idioma; volveré al nuevo idioma construido, para algún día encontrar su alma; usaré foques, con el que perdido el timón, dirija la nave ajada, quizás esta pequeña vela casi olvidada, esperanto silenciado, me ayudé encontrar escuadras para cruzar los mares ingrávidos
En la aventura de su vida, comparte el despertarse al ser auténtico, necesitado de la ayuda del otro; despojado de la soberbía ante el desamparo por la iluminada negligencia; para proclamar silencioso, la vuelta a la necesidad de ausencia de tantos ruidos, de tantos papeles repetidos que engorronan tu mente.
Navega el velero sin rumbo, obcecado en superar cada ola gigante, persistente o traidora para creerse marinero hábil; cuando rememora en el pasajero de autobuses andinos, a rebosar, esas tardes en que te enseño a levantar la vista entre seres de olor a tierra (que acuden a trocar en mercados locales el fruto de su personal e intransferible esfuerzo), para contemplar la Osa Mayor, en la que ya olvidaste reposar el pálpito de una nueva morada nocturna.
Me esbozaba Josean, revivo en la lectura de su libro, el faro encontrado en la selva boliviana de un ser auténtico, Antonio García Barón. Luz guía, ya narrada por Manu Leguineche de un viajero con velas desplegadas a la sabiduría, que las arrió, para anclar en el inmenso corazón de la atiborrada selva, para charlar ya sólo con los corazones de los variopintos moradores. Allí sabio, jamás olvidó la necedad, ahora repetida, de seres ansiosos, excusados en doctrinas, esclavizadores expuestos en ópacos espejos que no cristales; allí, aquella tarde abierto al encuentro con la burbujeante naturaleza, no había olvidado la depravada misería del ser humano, cuando abandonada la solidaridad, se regodea en ser dueño de vidas, aunque también remen a su muerte. Allí, aún aislado, reconocía al alma de los pobres, atacada por la pordiosera riqueza de seres que se arrastran a la codicía.
Por ello, Josean, capitán del bajel, donde me subí como grumete, pulo los suelos para encontrarme presto al servicio de las sístoles de mi idioma; volveré al nuevo idioma construido, para algún día encontrar su alma; usaré foques, con el que perdido el timón, dirija la nave ajada, quizás esta pequeña vela casi olvidada, esperanto silenciado, me ayudé encontrar escuadras para cruzar los mares ingrávidos
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