Restos de tinta. EDUARDO MURIEL
Revista La Marea. Número 13, Febrero 2014
Historia del anarquismo en España y Abriendo brecha traen hasta la actualidad el hilo de un trascendente movimiento muchas veces olvidado
En demasiadas ocasiones, la historia se deja por el camino
agujeros inexplicables que distorsionan la comprensión de nuestro presente. El
anarquismo de finales del siglo XIX y principios del XX en España fue una
referencia en toda Europa, donde sigue siendo estudiado incluso en nuestros
días, pero aquí son pocos los que conocen sus contribuciones al progreso
social. Se trata de un movimiento que demasiado a menudo ha sido relacionado
con bombas o pistolerismo, cuando en realidad el anarquismo fue siempre
poliédrico y, en gran parte, inabarcable. Al sindicalismo revolucionario, que
logró movilizar a cientos de miles de personas, y en especial a la CNT, debemos
conquistas que hoy tenemos asumidas como la jornada laboral de ocho horas.
Pero, ¿cómo logró el
movimiento libertario cohesionar a amplias capas de la sociedad en nuestro
país? Es precisamente la respuesta a esa pregunta lo que busca la historiadora
Laura Vicente con su Historia del
anarquismo en España (Catarata). Algunas respuestas sirven para contestar a
las mismas incógnitas de hoy. ¿Cómo articular el descontento para lograr un
frente social fuerte que proteja y conquiste derechos?¿Cómo lograr que la
mayoría pase de una actitud espectadora a ser parte del cambio organizado?¿Cómo
lo hicieron los anarquistas de hace un siglo?
Vicente disecciona el
movimiento y concluye que su diversidad fue una de sus grandes fortalezas, la
que le permitió acercarse a esferas republicanas, masonas, marxistas,
espiritistas y beber de todas ellas. Y esto, claro, implicó que no estuviera
exento de contradicciones. Así, encontramos líderes en un movimiento que
aspiraba a acabar con los personalismos, corrientes pacifistas enfrentadas ideológicamente
a grupos terroristas o ideas individualistas que convivían con otras
comunistas, que a su vez discutían con las colectivistas.
Y, sin embargo, la
autora recuerda que, pese la inestabilidad provocada por la ausencia de un
cuerpo teórico rígido y definido, el movimiento nunca perdió su unidad y no
dejó de crecer. No es necesario, por tanto, ser anarquista para disfrutar de
este libro y buscar en él respuestas urgentes ante una ofensiva neoliberal, la
que nos toca sufrir, que no parece dar visos de debilidad.
Además, el anarquismo
ha dejado, tal y como acertadamente apunta esta catedrática, su rastro en las
luchas actuales, aunque queda por saber si tiene un hueco con nombre propio. El
anarquismo sigue presente en muchas ideas: el asamblearismo, la horizontalidad
en las relaciones organizativas, el cuestionamiento de las instituciones del
Estado o la autogestión son algunos de los conceptos genuinamente libertarios
en los que se basan movimientos como el 15-M y colectivos como la Plataforma de
Afectados por la Hipoteca. “El anarquismo puede aportar una democracia real y
directa que combata el déficit democrático”, defiende la autora.
El libro se adentra en
el carácter del movimiento libertario, que significó una auténtica revolución
cultural que cuestionó los modelos de relación social, instituciones como la
Iglesia, el Ejército o incluso el matrimonio. La difusión de la idea, así como
la educación en los nuevos valores, era crucial para muchos anarquistas, por lo
que durante el esplendor del movimiento proliferaron escuelas laicas, ateneos,
teatros, periódicos, revistas y muchas otras iniciativas encaminadas a la
divulgación. En las páginas de estas publicaciones de hace un siglo, en este
país de charanga y pandereta, cerrado y sacristía, se discutía de feminismo, de
alimentación, de sexualidad o de la familia. Vicente se detiene en algunas
figuras clave, como la líder libertaria Teresa Claramunt, que en mítines antes
rudos obreros fabriles algo perplejos llamaba a una “revolución en los hogares”
y a pasar más tiempo leyendo que en la taberna.
Diversas sensibilidades
En España no hubo
grandes teóricos anarquistas. Los libertarios ibéricos contraponían unas ideas
sobre otras, las hacían convivir, siempre en tensión pero también dentro de la
unidad Proudhon, a Malatesta, a Tolstói, a Kropotkin. Se distinguían por una
fe- en el sentido más literal, apunta la investigadora- en la naturaleza, en la
ciencia y en la razón. Convivían en el seno del movimiento sensibilidades más
hedonistas, propias de “sectores obreros más avanzados”, con otras más
tradicionales y puritanas de la España rural.
De todo esto es de lo
que se ocupa Laura Vicente en esta obra, que también dibuja detallada y a la
vez sintética panorámica de la historia del anarquismo español, desde el
comienzo del Sexenio Revolucionario, en 1868, hasta el Régimen de la Transición
de 1978, años estos últimos en los que el movimiento no ha sabido recuperar la
fuerza de antaño. En las páginas de esta obra, podemos ser testigos de una
lucha descarnada contra la España monárquica, católica y castrense. De los
debates internos del movimiento, pero también de sabotajes, iniciativas
culturales y discursos. Y asimismo podemos ver en acción el arma más poderosa
de los anarquistas de hace 100 años: la huelga general.
“La huelga parcial es
como un simple arañazo hecho al viejo mundo, la huelga general es su
derrumbamiento”, escribía Louise Michel en el periódico La Huelga General, editado en Barcelona, en 1901. No era extraño
que parones sectoriales, como el del ramo metalúrgico en 1902, se convirtieran
en generales. Eran tiempos en los que el Gobierno respondía con el Estado de
guerra y las calles del país eran tomadas por la Guardia Civil y el Ejército.
De la teoría a la práctica
Con la llegada de la
IIª República, llena de luces y sombras, el anarcosindicalismo se consolidó,
pero las tensiones sociales entre los trabajadores y la oligarquía llegaron a
su punto máximo. La guerra civil abrió un escenario temporal que permitió poner
en marcha la revolución anarquista en zonas de Cataluña y Aragón y enfrentó al
utopía a sus propias contradicciones. En aquellos años cuatro dirigentes
ácratas llegaron a ser ministros.
El movimiento no se
mantuvo “puro” pero fue decisivo y logró extraordinarios avances, por ejemplo,
en el campo de la emancipación de la mujer. Ahí es donde entra de lleno el
libro Abriendo brecha (Volapük), de
Julián Vadillo, que cuenta con un prólogo de la misma Laura Vicente. Si la
historia del movimiento libertario está relegada a las catacumbas, la labor de
las mujeres que militaron en él es ya casi un mito.
El libro de Vadillo
hace su parte de justicia a aquellas luchas. Y más cuando, en pleno siglo XXI,
reformas como la del aborto nos devuelven al pasado, la violencia machista no
arrecia, los salarios de las mujeres son casi siempre inferiores al de los
hombres, que siguen copando los puestos de poder.
A veces, es necesario
echar la vista atrás para descubrir caminos hacia delante. En Abriendo brecha se enumeran algunas
hazañas protagonizadas por mujeres. Narra, por ejemplo, cómo Elisa Siles,
apodada La Escabechera, lideró un
motín de mujeres en Alcalá de Henares, en mayo de 1898, para protestar contra
el precio del pan, lo que obligó al Gobierno a declarar el Estado de guerra. Es
delicioso imaginar por un momento que La
Escabechera acorrala en un callejón a ciertos radiopredicadores de hoy en
día, esos que acuñan términos como “feminazi “para anular al movimiento
feminista.
El feminismo, en el centro
En su repaso
historiográfico, el autor arranca en la segunda mitad del siglo XIX, crucial
para las mujeres. En 1868, con la llegada del Sexenio Democrático, comenzaron a
desarrollarse ideologías y movilizaciones con ellas como protagonistas. Como
explica Vadillo, el marxismo aún no había hecho una reflexión seria sobre la
cuestión femenina cuando el anarquismo ya se debatía entre dos posturas: la proudhoniana, que vinculaba a las
mujeres al hogar, y la bakuniniana,
que pretendía integrarlas en igualdad a la lucha. Y se impuso esta última.
Desde ese momento, la
emancipación femenina fue fundamental dentro del movimiento libertario. El
libro incluye algunos datos que ayudan a situar el contexto, como que en 1900
sólo el 30% de las mujeres sabía leer. En la lucha contra los prejuicios
–también los que había dentro de las filas anarquistas-, destacaron Teresa
Claramunt y Federica Montseny, entre otras. Además de crear agrupaciones
femeninas y escuelas –como las impulsadas por Soledad Gustavo, figura en la que
se centra el libro, que recoge muchos de sus textos-, las mujeres lideraron
huelgas.
Pero, sobre todo,
trabajaron en una revolución cultural: se hablaba de sexualidad, de métodos
anticonceptivos, de roles sociales y de higiene femenina, en tiempos en lo que
todo era tabú. “Somos esclavas cuando solteras, cuando casadas y cuando viudas,
del padre, del marido o del burgués”, escribía Gustavo hace un siglo. Hoy,
contra unas esclavitudes que tratan de coger impulso, estos dos libros vienen a
recordarnos que hay otros caminos.
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